domingo, 4 de julio de 2021

PERDIDA EN EL TIEMPO



          Llevaba más de diez horas conduciendo y la noche se acercaba. El cansancio se estaba apoderando de mí, mas no quise detenerme a descansar. Dos horas más de camino y estaría en mi destino. Tenía muchísimas ganas de reunirme con mis dos mejores amigas a quienes veía una vez al año.


          Comencé a cantar una canción que sonaba en el radio para mantenerme despierta y cuando entré en la zona blanca, llamada así porque no había señal de ningún tipo, la canción fue interrumpida por sonidos de interferencia, así que apagué el radio. El termostato del coche comenzó a marcar una temperatura muy baja, cinco grados centígrados, para ser exactos, cosa tremendamente extraña, pues me dirigía al sur donde las temperaturas eran calientes, además de que estábamos en la temporada de verano. Volví la vista hacia la brújula y noté que se había descompuesto. La manecilla giraba sin ton ni son.  Seguí sin detenerme cuando miré una gran sombra negra en el cielo que se acercaba. Cientos de cuervos llegaron hasta mí y me sacaron de la carretera, dando varias vueltas y quedando con las llantas para arriba en medio de la oscuridad que ya había suplantado al día. 

          Abrí los ojos y casi no distinguía nada, pues tenía la vista borrosa. Los entrecerré, esforzándome para ver mejor. Pronto todo comenzó a tomar forma. Miré las paredes blancas, una de ellas adornada con el retrato en blanco y negro de varias enfermeras frente a un edificio antiguo. Volteé a ver al lado de la cama, que más bien era un catre, y vi un vaso de cristal y una jarra de agua sobre una mesita de lámina. Quise levantarme y entonces me di cuenta de que mis piernas estaban vendadas y amarradas a unos cinturones que colgaban de unos fierros. La desesperación me invadió y comencé a gritar con fuerzas. Entraron un médico y dos enfermeras. Él me pidió que me calmara. Me dijo que estaba en buenas manos. Que allí, en el hospital, me iban a cuidar. Me explicó que unas personas me habían encontrado herida a un lado de la carretera y me llevaron hasta allí. Le pedí que bajara mis piernas, pues quería ir al baño. Las enfermeras me ayudaron y me llevaron en una silla de ruedas muy antigua. Cuando regresamos al cuarto, les pedí mi celular para comunicarme con mis amigas. Ninguna de las dos supo que era un celular. Sorprendida, les dije que quería llamar a mis amigas por teléfono a lo que me respondieron que no contaban con uno. Entonces les dije que por eso les pedía el mío. Me miraron extrañadas y una de ellas fue por el doctor.

          Al llegar, me revisó minuciosamente y con paciencia, comenzó a conversar conmigo. Cada vez me desesperaba más pues parecía que nadie entendía mi lenguaje. Entonces los tres se alejaron un poco de mí y alcancé a escuchar al doctor decirles que, al parecer, el golpe que recibí en la cabeza me había hecho perder la razón y me provocaba inventar cosas y situaciones.

          Cuando les pregunté qué día era y me respondieron, pasé de la desesperación al miedo. Su respuesta fue "3 de agosto de 1931". ¡No podía ser cierto! Yo había nacido en 1985. Comencé a gritar nuevamente. Me pusieron algo en la nariz y volví a perder el conocimiento. Más tarde, cuando desperté, opté por mostrarme tranquila y fingir que entendía perfectamente lo que sucedía. Necesitaba tiempo y debía ganarme la confianza de las personas en ese viejo hospital para resolver el misterio que me estaba matando de angustia. 



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