se posó en una de mis montañas
subiendo por el valle de mi espalda
entre brincos suaves y delicados.
Fue hasta mi hombro
y de ahí bajó a mis montes
jugueteando en las cúspides,
volando de una a otra.
Recorrió la planicie de mi vientre
tomando su tiempo,
disfrutando el recorrido,
provocando mil placeres.
Agotada, llegó a la cascada
refrescándose con el agua bendita
que mi cuerpo tembloroso
le ofrecía en abundancia.
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