Mientras don Ernesto saboreaba una fría cerveza, los recuerdos
llegaban a su mente como una cascada de aguas bravas, golpeando
sin piedad su pensamiento, que por muchos años se mantuvo
protegido detrás de las oscuras paredes del olvido. Sus memorias
escondidas salieron a la luz gracias a la foto que su padre tomó del
pueblo donde ambos nacieron y que colgaba de aquella pared como
esperando pacientemente ser descubierta. Dejó el tarro de su bebida
sobre la mesa y fue hasta el retrato con pasos lentos.
Sin quitar la vista de aquella imagen, recordó a un par de flamenco
en el lago del pueblo y en seguida, sumente se tiñó de rojo. Sacudió
con fuerza la cabeza, tratando así de alejar tal imagen. Lejos de
lograrlo, miró un hacha escurriendo sangre. Cerró los ojos con fuerza
y se vio jugando en el patio de la casa de sus padres con la misma
hacha. Debido a la escasez de recursos económicos, no tenía un palo
para jugar golf, así que el hacha le servía para jugar.
Sonrió al recordar aquello, pero rápidamente su rostro se tensó
cuando un niño pequeñito, de dos años cuando mucho, llegó hasta su
cabeza. Recordó sentir rabia y odio contra el pequeño, porque
gozaba de todo. Su madre le compraba ropa linda y nueva y muhos
juguetes. Ernesto, a pesar de tener varios años más, no lograba
entender la diferencia entre el bebé y él. Mientras recordaba todas
esas sensaciones, su cuerpo se estremeció del tal foma, que le
provocó pegar un brinco... Sangre, mucha sangre apareció frente a
sus recuerdos. En un acto de rabia, descargó varios golpes con el
hacha sobre la cabeza del niño. Luego, con toda la sangre fría, llevó
el cuerpecito hasta un campo de amapolas y ahí lo enterró.
Don Ernesto suspiró hondamente, regresó a la mesa por su cerveza,
se la bebió de un jalón y se alejó de aquella casa y de aquel pueblo,
tratando de volver a olvidar nuevamente su secreto, siguiendo con la
vida de un hombre decente con la conciencia tranquila.
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