Un ruido muy molesto me despertó. Me removí en la cama sin abrir los ojos. Traté de volver a dormirme, pero en ocasiones, el ruido se hacía más intenso. Por más esfuerzos que hice, no conseguí dormir. Torpemente busqué mi teléfono sobre la mesita de noche y miré la hora. ¡Las ocho de la mañana! Identifiqué el ruido que me despertó. Era una podadora. Jalé un poquito la cortina de mi ventana, solo lo necesario para poder mirar. Vi a mi vecino caminando a lo largo de su jardín, de ida vuelta, cortando el césped. Volví a la cama. No podía creerlo; después de una semana de mucho trabajo, deseaba dormir unas horas más. Di vueltas en la cama, intentando conciliar el sueño, aprovechando que mis hijos seguían dormidos. Al ver que se me dificultaba dormir, puse ruido de lluvia y truenos en mi teléfono y lo coloqué debajo de la almohada. Rápido caí dormida. Entonces sonó el timbre haciéndome pegar tremendo brinco. Miré la hora, eran las 8:21. Volvió a sonar el timbre. Me levanté a toda prisa y fui hacia la puerta antes de que se despertaran los niños. Cuando abrí, me encontré a dos parejas con cinco niños, muy bien vestidos, muy formales y los adultos con una gran sonrisa.
-Dios te bendiga, hermana -me dijo una de las mujeres.
Los miré en silencio, incapaz de devolverles ni el saludo y ni la sonrisa.
-¿Tienes unos minutos? -Me dijo el que parecía el esposa de la que me saludó. -Hemos venido a ti, en nombre del Señor para compartirte su palabra.
Impaciente y molesta les dije que me habían despertado y que estaba muy cansada. Que me disculparan pero quería seguir durmiendo.
-No le cierres las puertas a Dios, hermana -dijo el otro hombre. -Escucha lo que Dios tiene para ti.
Les dije terminantemente que me iba a dormir y que no volvieran.
Fui a las habitaciones de los niños y sin hacer ruido comprobé que estaban bien dormidos. Volví a la cama y empecé a bostezar. Me acomodé y me dormí. La bocina de un coche me pegó tremendo susto. Sonó varias veces hasta que se oyó que se alejaba. El hijo de los vecinos de enfrente tenía unos amigos, que preferían avisar de su llegada con el claxon, en lugar de llamarlo desde su teléfono celular. Comencé a ponerme de malas. Cerré los ojos y escuché pasos por el pasillo. Era mi niña y le pedí que se acostara conmigo. La acomodé entre mis brazos y cuando estaba a punto de dormirme entra mi hijo. Me dijo que tenía hambre y se le antojaban unos panqueques. Miré nuevamente la hora. Eran las 9:45. Me levanté y fui a la cocina a preparar el desayuno. Me sentía con ganas de matar a alguien, pero mis hijos no tenían la culpa de nada, así que traté de serenarme.
Cuando estábamos desayunando, llegó el papá de mis niños y me dijo que decidió llegar más temprano por ellos. Le dije que tendría que esperar a que terminaran de comer, a lo que me respondió que su esposa estaba esperando en el coche y que los llevaría a su restaurante favorito. Los niños me miraron con carita de emoción y aunque yo ya sentía ganas de ahorcar a su padre, les dije que se arreglaran y se fueran con él. Así que de pronto me vi sola, enfrente de mi plato de panqueques y con otros dos, uno a cada lado, sin terminar. Soltando una maldición, regresé a mi cama. Quizás era bueno estar sola para poder descansar. No llevaba ni cinco minutos dormida cuando el timbre volvió a sonar. Me levanté enojadísima y abrí la puerta de un jalón.
-¡No me interesa lo que tenga que decirme! ¡Retírese y déjeme dormir! -Grité llena de rabia, sin fijarme quién era.
-Solo te traje este flan que hice para ustedes, en agradecimiento por el favor que me hiciste el otro día -dijo otra de mis vecinas, una mujer muy dulce y de edad avanzada.
Me disculpé con ella y la invité a pasar, pero no aceptó. Me dijo que me fuera a descansar, cosa que ya no pude hacer ese día.
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